La época de Angel Nieto había pasado a la historia, pero los laureles seguían colgados, verdes, relucientes, de las ya entonces legendarias balas rojas de Derbi. Fue entonces cuando Repsol, que muchos años antes había colaborado al nacimiento de ese campeonísimo casco alado, decidió que era momento de volver al circo. Volver porque lo requería la importancia, la categoría, el prestigio y, sobre todo, el mercado. No era cosa de regresar de cualquier manera. La historia no podía olvidarse y si antes el nombre de la compañía había estado vinculado al supersticioso doce más uno, al caballero que empezó a hacer grande este deporte, a popularizarlo, a meterlo en todos los hogares de España, había que ser consecuente con ese libro dorado que Repsol había ayudado a escribir. De ahí que el regreso se hiciera a través de la firma de Andreu Rabasa. Los recuerdos de aquel año, 1988, no pueden ser más victoriosos. Para Rabasa y para Repsol. Y para cualquier aficionado al motociclismo.
Aspar, en efecto, arrasó, tanto en 80 c.c. como en 125 c.c. Ganó hasta 15 carreras. En la pequeña cilindrada triunfó en Jerez, cuyo Gran Premio se denominó Expo-92, Italia, Holanda, Yugoslavia y Checoslovaquia, quedando segundo en el Gran Premio de España, que aquel año se celebró en el Jarama de Madrid. Venció a todos sus rivales, incluido un jovencísimo Crivillé, que logró el subcampeonato. En 125 c.c., su trayectoria fue aún más arrasadora. Se subió a lo más alto del podio en nueve ocasiones: España, Italia, Austria, Holanda, Bélgica, Yugoslavia, Francia, Suecia y Checoslovaquia.
Aquel 1988 fue un año muy grande para el motociclismo español. Los números no engañan: 22 victorias, 17 segundos puestos y 12 terceros puestos. Es decir, 51 podios. Y tres títulos, pues a los de Aspar en 80 c.c. y 125 c.c. hubo que añadir el portentoso duelo que protagonizaron Sito Pons (Honda) y Joan Garriga (Yamaha), que pelearon hasta el último metro por el título de dos y medio. Ambos conquistaron tres victorias cada uno y quedaron finalmente separados sólo por diez puntos (231-221) en la clasificación final. Sito, otro de los estandartes de Repsol en este apasionante mundo de las dos ruedas, iba entonces pintado de Campsa, que posteriormente sería una marca propiedad del Grupo Repsol. Y entramos en otro gran año. Y lo hacemos de la mano de uno de los grandes campeones, pues 1989 conocería a uno de los protagonistas-estrella más joven de la historia. Alex Crivillé, el niño que se proclamaría, de la mano de Repsol y JJ-Cobas, flamante campeón del mundo de 125 c.c., completando una temporada de gloria, pues Sito Pons (Honda-Campsa) volvería a repetir cetro, y Herreros (Derbi) se coronaría rey del último Mundial de 80 c.c.
De la confusa situación creada por las roturas de las Derbi, las caídas del italiano Ezio Gianola y los problemas del holandés Hans Spaan, emergió la figura de un equipo que no figuraba en los pronósticos de principio de temporada. Un jovencísimo piloto y una moto respaldada por menos infraestructura, pero tal vez más talento que las poderosas Honda y Derbi, y avalada por la firma de su diseñador, el ingeniero Antonio Cobas. Cuando los demás empezaron a resolver sus dificultades, se encontraron con que el Niño había crecido y su moto era, posiblemente, la más completa de la pista.
Crivillé peleó con hambre de victoria en cada Gran Premio. Y pagó su osadía con más de una, dos y tres caídas impresionantes. Incluso con lesiones serias, que no le impidieron seguir en la brecha. Llevaba años en la escuela y quería graduarse cuanto antes para echar a volar. Y voló en muchos grandes premios, ganando cinco de ellos: Australia, España, Alemania, Suecia y Checoslovaquia, hasta sacarle 14 puntos de ventaja a Spaan. Y escribir su nombre con letras de oro a la más corta edad.
Aquel arranque del nen de Seva tuvo truco. Y grande. Una máquina nacida de las manos y la mente de uno de los sabios más sabios de este curioso y mágico circo. Antonio Cobas supo encontrarle la trampa a tan pequeña cilindrada. Aquélla no era una moto para ganar, sino simplemente una carrera-cliente. Buena, sí; imaginativa, por supuesto; eficaz, cómo no, pero una carrera-cliente al fin y al cabo. Lo que pasó fue que los demás seguían pensando que en una moto de 125 c.c. lo único importante era el cilindro y no se preocupaban del chasis, ni de las relaciones de cambio, ni de las suspensiones, ni de las puestas a punto. Y, esgrimiendo al máximo, optimizando todos esos elementos, y contando con un piloto agresivo como Alex, se le dio la vuelta al pronóstico.
Ese año, 1989, conoció un campeón que no ganó ninguna de las seis carreras disputadas en la categoría de 80 c.c., y que se despedía así del Mundial. Fue el bueno de Champí Herreros. Quien sí ganó y bien, fue Herri Torrontegui, que defendía los colores de Repsol. Y lo hizo magistralmente en España y, después de enormes vicisitudes, repitió victoria en Checoslovaquia. De este simpático vasco de Plencia-Gorliz se puede decir que ha dado todos los pasos necesarios en el mundo de la moto para llegar donde ha llegado; sin embargo, pocos podían imaginar antes de iniciarse la temporada 89 que Herri llegaría a ganar el primer Gran Premio de ese año, Jerez, seguir manteniendo el liderato dos carreras después y, por tanto, convertirse en un serio candidato a la victoria final.
Llegó Yugoslavia, y Torrontegui mantuvo sus esperanzas luchando en los puestos de cabeza hasta que su batería le jugó una mala pasada y sufrió el primer traspiés al ser descalificado por haberla cambiado en pista. Todavía había esperanza, pero la misma avería se reprodujo en Holanda y Torron tuvo que decir adiós a un campeonato que había acariciado. Su postrera victoria en Checoslovaquia sólo le sirvió para endulzar tan amargo final. Cierre que tampoco fue muy agradable para otros pilotos de Repsol como Carlos Cardús (cuarto en 250 c.c.), Joan Garriga (8), Alberto Puig (23) y Dani Amatriain (26). Empiezan los noventa y lo hacen con dificultad. Con grandes cambios, cuyo rendimiento y solvencia no se presumían inmediatos. Crivillé da el salto de 125 c.c. a 250 c.c. y los grandes, Sito Pons y Joan Garriga, deciden afrontar la aventura del quinientos, el gran reto del motociclismo español. Y, claro, hay que tener paciencia con ellos. Repsol pone todos sus huevos en la cesta de Cardús, cuya candidatura al título de 250 c.c. se mantendría vivita y coleando hasta el último Gran Premio, hasta sus últimas vueltas, hasta el suspiro final de un año apasionante donde sólo la enorme calidad y empuje del joven norteamericano John Kocinski hacen desistir de la celebración. Cardús, que fue un emblemático y carismàtico piloto Repsol, venció aquel año en Yugoslavia, Francia, Suecia y Checoslovaquia. Kocinski lo hizo en tres carreras más: Estados Unidos, España, Italia, Holanda, Bélgica, Hungría y Australia. Tiriti, apodo que Cardús heredó de su padre, no tuvo suerte.
Más suerte que confianza fue lo que le faltó aquel año al otro piloto Repsol de este desa-fortunado 1990. Herri Torrontegui ya empezó mal en Japón, donde se lesionó en los entrenamientos. Una caída y una lesión que no acabó nunca de olvidar y que le acompañó a lo largo de todo el año. Sólo logró puntuar en tres grandes premios, siendo su mejor puesto el décimo de Gran Bretaña.
El año 1991 no fue uno de nuestros mejores años. Los grandes aún andaban tomándole la medida a la categoría mezclados con auténticos monstruos como el enorme y campeonísimo Wayne Rainey y los no menos colosos Michael Doohan, Kevin Schwantz, John Kocinski, Wayne Gardner y Eddie Lawson, que fueron quienes precedieron en la clasificación a Joan Garriga (séptimo del Mundial de 500 c.c.), mientras que Sito debía de conformarse con un discreto decimocuarto puesto al no recuperarse del todo hasta el final de temporada de un grave accidente sufrido en Jerez.
Mientras el joven italiano Loris Capirossi repetía cetro en 125 c.c. y su compatriota Luca Cadalora se coronaba rey del dos y medio, Cardús, el hombre Repsol de ese año, acabó tercero en un campeonato que tuvo como subcampeón al alemán Helmut Bradl y en el que el piloto catalán fue ocho veces segundo y tres veces más, tercero. Tanta duda, tanta sospecha, tanta mala suerte podría hacerse extensiva a 1992. ¡Dios, cuánto infortunio! Cardús, finalmente octavo, se pasó toda la temporada, en la que los italianos Alessandro Gramigni (125 c.c.), Luca Cadalora (250 c.c.) y el maestro Wayne Rainey (500 c.c.) se proclamaron campeones del mundo, arrastrando los problemas que le causó la clavícula fracturada en el warm- up de Suzuka, dañada en Montmeló y rota de nuevo en Interlagos. Recién operado en Barcelona voló a Sidney para conseguir el segundo lugar justo tras Cadalora, y después un cuarto puesto en Malasia. Cuando al llegar a Europa las Aprilia se animaron, las Hondas quedaron en evidencia y, además, Cardús tuvo problemas con los neumáticos Dunlop. En el Gran Premio de casa, Montmeló, una caída en los entrenamientos le dejó magullado, le dobló la placa del hombro y se tuvo que retirar durante la carrera. Se recuperó para Alemania, pero en los ensayos se rompió un pie y regresó a España. Intentó volver en Hungría, pero su estado físico le aconsejó no salir a pesar de haber obtenido el segundo mejor tiempo en los entrenamientos oficiales. Y justo cuando parecía que la temporada se enderezaba, Protat le tiró en Brasil y se rompió de nuevo la clavícula izquierda. Un año para olvidar.
El año 1992 conoció el primer triunfo de un piloto español en 500 c.c. Fue obra del chico Crivillé, que antes había sido piloto Repsol y, posteriormente, volvería a serlo y que triunfó en Holanda luciendo los colores de Campsa, la misma compañía que había hecho triunfar a Sito en dos y medio. Crivillé ganó una carrera que parecía diseñada para Garriga y que contó con otros dos extraordinarios invitados de honor, el temible Kocinski y el jovencísimo brasileño Alex Barros. Fue, sin duda, una carrera que pasará a la historia del motociclismo español y no sólo por el triunfo final del de Seva, sino también por su espectaculañdad y una última vuelta escalofriante.
Y llega 1993, año en que Repsol decide dar un salto cualitativo y cuantitativo en su presencia en el Mundial de velocidad. Y, cómo no, confía en Sito Pons, que alinea dos pilotos portentosos como Crivillé, en 500 c.c., y Puig, en 250 c.c. La petrolera también protege entre sus alas al madrileño Luis D’Antin, que terminaría en decimoquinta posición, un campeonato que ganaría el japonés Tetsuya Harada y en el que Alberto acabaría noveno.
Junto al triunfo del finísimo Harada en dos y medio, 1993 conoce la victoria en 500 c.c. del no menos espectacular y popular norteamericano Kevin Schwantz y la proclamación de un ya veterano alemán como Dirk Raudies. Los españoles no tuvieron demasiada suerte. Ni Crivillé, octavo en quinientos, ni Puig, ni D’Antin lucieron como se esperaba de ellos. Fue lo que se dice un año de transición. Algo parecido fue el siguiente, 1994, cuando la gran sensación, la revelación de la temporada, es el debut de Alberto Puig en 500 c.c. que, en su primer año entre los reyes, conquista el número cinco del ranking. Ni López-Mella, ya desaparecido, ni Julián Miralles, ni Juan Bautista Borja, ni Luis D’Antin, también pilotos de Repsol, tuvieron mucha suerte esa temporada.