Las temporadas de 1995, 1996 y 1997 en el Campeonato del Mundo de Motociclismo no tuvieron otro color que el de la Escudería Repsol-Honda. El equipo oficial de HRC, departamento de competición de la marca japonesa, dominó en esos años la categoría reina del Mundial, los 500 c.c., primero con la abrumadora hegemonía del australiano Michael Doohan y más tarde con la aportación sobresaliente del español Alex Crivillé. El papel de Repsol y el de Crivillé, junto a las prestaciones de pilotos como Alberto Puig o Carlos Checa, abrieron definitivamente para España las puertas de la categoría reina.
La unión de Repsol al equipo más importante en el mundo de las carreras de motos resultó fundamental. Hasta el final de 1993, las motos de HRC habían lucido el logotipo azul y blanco de la tabaquera Rothmans, y durante 1994 los responsables de la escudería no encontraron un patrocinio adecuado, por lo que pintaron sus máquinas con los colores de Honda, a secas. A la conclusión del año 1994, Repsol, una compañía española no excesivamente conocida en aquel momento a nivel internacional, consiguió asociarse con el gigante japonés, dando comienzo a una época de éxitos continuados.
Ver al número 1 del mundo vestido con un mono español fue una agradable sensación para los aficionados españoles y también una sorpresa inexplicable para muchos de los especialistas internacionales. Sin embargo, la fuerza de los resultados acabó convenciendo a todo el mundo. Desde marzo de 1995 hasta octubre de 1997, a lo largo de tres temporadas completas, se disputaron 28 grandes premios y, en la categoría reina, el equipo Repsol-Honda consiguió el triunfo en 18 de ellos. Sólo dejó ganar 10 carreras a las otras escuderías.
Una estadística abrumadora ilustra este período: los pilotos de Repsol-Honda se llevaron el 65% de los triunfos. Y en 26 ocasiones más, ocuparon alguno de los cajones secundarios del podio. Los hombres que hicieron posible esta hegemonía fueron sobre todo Mick Doohan y Alex Crivillé, acompañados por los nipones Shinichi Itoh y Tadayuki Okada.
El papel estelar de estas dos temporadas correspondió, sin duda, a los méritos del crack australiano, que ya había logrado su primer título mundial de 500 c.c. en 1994 y que añadió otras dos coronas a su currículo bajo la bandera de Repsol.
La dictadura de este hombre, nacido en Brisbane (Australia) en 1964, alcanzó tal grado que hubo quien llegó a pensar que sólo cuando se retirara de la competición regresaría el interés y la emoción al Mundial de 500 c.c. Nadie pudo hacerle sombra durante 1994 y 1995. Sus victorias eran abrumadoras, casi insultantes para los demás pilotos de elite.
La mayoría de los grandes premios eran calcados. Doohan partía desde la pole- position, conseguida sin demasiados problemas en los entrenamientos cronometrados, y al cabo de tres o cuatro vueltas ya tenía la suficiente ventaja como para dejar sentenciada la carrera. Tres cuartos de hora más tarde, cuando caía la bandera a cuadros, el campeón australiano añadía un triunfo más a su colección y manifestaba lo de siempre: «Ningún problema. Una carrera más, un triunfo más. Estoy satisfecho».
Esas eran frases habituales que Doohan pronunciaba con media sonrisa en los labios. Y muy pocos pilotos tuvieron argumentos para contestarlas sobre el asfalto. Si acaso, el italiano Luca Cadalora, cuando encontraba la inspiración, y el también australiano Daryl Beattie, que aprovechó algunos errores inesperados de Doohan para presionarle en 1995. Pero nadie, absolutamente nadie, alcanzó durante 1994 y 1995 la regularidad necesaria para poner en aprietos al hombre que se recuperó de su terrible accidente en Assen en junio de 1992 para convertirse en un piloto casi imbatible.
Doohan disfrutó de una plácida superioridad en el Mundial hasta que Crivillé, su propio compañero de equipo, creció lo suficiente como para salir de detrás de su sombra y empezar a ponerle las cosas difíciles. La progresión del noi de Seva fue lenta y metódica hasta que supo que estaba preparado para amenazar al jefe. El último escalón lo cubrió Alex con su significativa victoria en Montmeló, delante de su afición, en la carrera que cerró el Campeonato de 1995.
Cuando arrancó la temporada 96, Crivillé era un hombre distinto, un piloto nuevo que había descubierto que no tenía más límites que los que él mismo se marcara.
Comprobó que no era por estar en el podio por lo que tenía que luchar y supo que tenía a su alcance cualquier triunfo, o lo que es lo mismo, que podía plantarle cara sin ningún rubor al número 1 del mundo.
En su gimnasio de Vic o en la pista de dirttrack de la escuela que regenta Kenny Roberts en Montmeló; por las montañas cercanas a su Seva natal o en el circuito de Sentul, la preparación de Alex en el invierno de 1996 fue exhaustiva. Se estaba gestando la explosión Crivillé. Y todo ese trabajo, aquella tremenda mentalización, dieron sus frutos durante el año. La Repsol-Honda número 4 se convirtió en la revelación de la temporada, y el tímido pero decidido joven de 25 años que la pilotaba, en el auténtico protagonista del Mundial.
De aquella lucha sin cuartel entre dos compañeros de escudería, devenidos en los enemigos más feroces, perdurarán muchas imágenes para siempre. Tantos recuerdos, y todos tan excitantes, tan significativos. Sobrevive en la retina aquella última vuelta en Jerez, en la que Crivillé ya había dado el tirón suficiente para ganar el Gran Premio de España, cuando una avalancha de aficionados ansiosos por celebrar el triunfo de su héroe invadió la pista, desconcentró a Alex, provocó que Doohan le pasara y llevó al piloto catalán al suelo en la última curva, en su desesperado intento por recuperar una victoria que era suya.
Y quién no recuerda los últimos giros que Crivillé y Doohan brindaron en Assen (GP de Holanda), en Zeltweg (GP de Austria), en Brno (GP de la República Checa), en Montmeló (GP de Catalunya) o en Eastern Creek (GP de Australia). A cual más intenso, más brillante, más sorprendente. ¿Quién dijo que Doohan había acabado con la emoción?
En Austria llegó la primera victoria de Alex sobre su colega australiano. Su definitiva consagración. «Ya sé que puedo ganarle», comentó entonces. Y lo repitió quince días más tarde en Chequia. Allí su triunfo lo decidió la foto-finish. Después de una última maniobra arriesgada, Crivillé se impuso por dos milésimas de segundo. Poco más de diez centímetros de ventaja.
El verano del 96 fue semejante a una guerra civil. Cada Gran Premio vio a Doohan sufrir el acoso de su delfín, aunque el australiano logró el título con anticipación gracias a su mayor regularidad y al peor arranque de Crivillé en las primeras carreras. Las hostilidades llegaron al clímax en la última cita de la temporada. Sólo estaba en juego el honor y la batalla final era en casa de Doohan. Alex tenía una deuda pendiente desde Jerez y quiso vencer al tricampeón en Australia, frente a su público. La última vuelta a Eastern Creek fue de lo más espectacular que se ha visto en años en el Mundial de 500 c.c. Ninguno de los dos protagonistas quiso ceder, y por eso acabaron por los suelos, dejando abierto el contencioso deportivo para 1997.
La confirmación de Alex Crivillé como candidato inmediato al título de campeón de la categoría reina supuso una revitalización para el motociclismo español, casi aletargado desde las gloriosas temporadas de finales de los noventa. En la calle se volvió a hablar de motos, las audiencias y la popularidad se dispararon de nuevo. Y la cosa reunió más mérito, si cabe, porque ahora de lo que se hablaba era de 500 c.c., del papel importantísimo de los españoles en la fórmula 1 de las dos ruedas. A partir del final de 1996 quedó clara la posibilidad muy próxima de tener un campeón del mundo de 500 c.c. nacido en España. Además, la responsabilidad no quedó exclusivamente sobre la espalda de Crivillé. Los dos pilotos de la escudería de Sito Pons, Alberto Puig y Carlos Checa, también fueron capaces de ganar grandes premios y demostraron sus opciones.
Puig ganó en Jerez en mayo de 1995 y Checa lo hizo en Montmeló en septiembre de 1996. Fueron dos triunfos extraordinarios, en casa, que premiaron la labor de Sito Pons y su apuesta por la categoría reina. Como piloto, él había sido el primero en dar el gran salto, junto a Juan Garriga, y después, como director de escudería, abrió el camino a Crivillé, a Puig, a Checa y hasta a otra joven promesa, Juan Bautista Borja. Precisamente Alberto Puig protagonizó una de las gestas que sólo los más grandes pueden ofrecer. Su grave accidente en Le Mans, durante los entrenamientos para el Gran Premio de Francia de 1995, truncó la progresión meteòrica que le había incorporado a la elite del 500. Su pierna izquierda quedó prácticamente destrozada y necesitó incontables operaciones. Pero Puig lo superó todo y regresó a la competición.
Como puede comprobarse, la categoría reina acaparó casi toda la atención durante este período. Sin embargo, en las otras dos cilindradas también tuvieron papeles relevantes los pilotos españoles. En 250 c.c., que en otras épocas dominaron, sólo Luis d’Antin, el valiente piloto madrileño, consiguió buenos resultados, con acceso al cajón, aunque la victoria se le resistió, mientras el italiano Max Biaggi coleccionaba triunfos y títulos. Y en 125 c.c., Emilio Alzamora y Jorge Martínez Aspar estuvieron siempre entre los mejores de la cilindrada más apretada, y en la que dominó, con dos coronas consecutivas, el japonés Haruchika Aoki.